Los
sentimientos, especialmente el amor o el desamor, pueden ser pasajeros,
fugaces o eternos. Desaparecen con las personas, otros quedan inmortalizados,
en un simple pedazo de papel, no importa
si su contenido es sublime, romántico, pasional, platónico o grotesco. Esa
necesidad de expresar nuestros sentimientos a la persona objeto de esa
inspiración, es parte de la naturaleza humana.
Antiguamente,
la forma natural de comunicar nuestros sentimientos o mantener una relación, era
escribir cartas a la persona amada; cartas algunas de fina presentación, muchas
veces en exquisita papelería y hasta perfumadas. Cartas que se conservaban, como realmente son;
una posesión muy íntima. Una carta de
amor es un universo, un mundo de
romanticismo y pasión entre dos, donde no hay cabida para una tercera
persona. Entre las cartas de amor y desamor conocidas, que han trascendido el tiempo, a veces nos sorprenden
personajes famosos, como por ejemplo:
Sigmund
Freud, investigador insaciable de
los sentimientos, el sexo y la naturaleza humana. A los 25 años se enamoró a
primera vista, de quien luego sería su esposa, Martha Bernays; a quien llamaba
“princesita” en las más de 900 cartas que le escribió durante su noviazgo de
cuatro años. Una de esas cartas es considerada como la confesión más romántica
de la historia: "No apetezco sino
lo que tú ambicionas para ambos porque me doy cuenta de la insignificancia de
otros deseos comparados con el hecho de que seas mía. Estoy adormilado y muy
triste al pensar que tengo que conformarme con escribirte en vez de besar tus
dulces labios".
Simón Bolívar le escribe a Manuela Sáez, en 1825:
“Sí, te idolatro hoy más que nunca jamás. Al arrancarme de tu amor y de tu
posesión se me ha multiplicado el sentimiento de todos los encantos de tu alma
y de tu corazón divino, de ese corazón sin modelo”.
Truman Capote en 1958, en Grecia, le escribe a
Newton Arvin: “No te molestes en contestar mis cartas, querido Sige. Solo quiero que sepas que pienso
constantemente en ti, y que aquí estoy para cualquier cosa que necesites. Como
siempre, y por siempre jamás”.
Napoleón Bonaparte a Josefina, en 1796: “Mi dulce
Josefina, ámame, que estés bien y pienses muy a menudo en mí”. "Es imposible estar más débil y
degradado. Vuestros pensamientos envenenan mi vida, desgarran mi alma".
Más
adelante en la relación, en otras cartas, Napoleón cambia el romanticismo por
desamor: “No te amo, en absoluto; por el contrario, te detesto, eres una cenicienta
malvada, torpe y tonta. Nunca me escribes, no amas a tu marido”.
Luego,
el mismo Napoleón le escribe a María Walewska: “No he visto más que a usted, no
he admirado más que a usted, no deseo más que a usted”.
El Zar Alejandro II de Rusia, uno
de los hombres más poderosos de su época, en 1868 escribe con mucha dulzura a
su novia y futura esposa Katia: "Hola
mi ángel, te quiero más que a la vida y tu adorable carta de anoche, que vengo
de recibir y de leer con pasión y con felicidad, me volvió loco".
Lord George
Gordon Byron escribe a su amante, una mujer casada, Lady Caroline
Lamb: “Prometo y juro que ninguna otra,
de palabra y obra, ocupará jamás el lugar en mi afecto, que es y será el más
sagrado para ti, hasta que yo sea nada”.
Oscar Wilde
escribe a Lord Alfred Douglas: “Niño mío”,
“Es una maravilla que esos labios de pétalo de rosa rojos tuyos sirvan
igual para la música del canto que para la locura del besar”.
Enrique VIII le escribió a Ana Bolena en 1528:
"Mi corazón y mi persona se rinden ante ti suplicándote que sigas
favoreciéndome con tu amor". (Años
más tarde, acusada de alta traición la envía a la guillotina).
Pablo Neruda le escribe
esta tierna carta a Albertina Rosa, su amor secreto: “Pequeña, ayer debes
haber recibido un periódico, y en él un poema de la ausente (tú eres la
ausente). ¿Te gustó, pequeña? ¿Te convences de que te recuerdo? En cambio tú.
En diez días, una carta. Yo, tendido en el pasto húmedo, en las tardes, pienso
en tu boina gris, en tus ojos que amo, en ti. Salgo a las cinco, a vagar por
las calles solas, por los campos vecinos. Sólo un amigo me acompaña, a veces. He peleado con las numerosas novias que antes tenía, así es que estoy solo como
nunca, y estaría como nunca feliz, si tu estuvieras conmigo. El 8 planté en el
patio de mi casa un árbol, un aromo. Además
traje de las quintas, pensando en ti, un narciso blanco, magnífico. Aquí, en
las noches, se desata un viento terrible. Vivo solo, en los altos, y a veces me
levanto, a cerrar la ventana, a hacer callar a los perros. A esa hora estarás
dormida (como en el tren) y abro una ventana para que el viento te traiga hasta
aquí, sin despertarte, como yo te traía. Además elevaré mañana, en tu honor, un volantín de cuatro colores, y lo dejaré
irse al cielo de Lota Alto. Recibirás, querida, un largo mensaje, una de estas
noches, a la hora en que la Cruz del sur pasa por mi ventana (...) A veces,
hoy, me da una angustia de que no estés conmigo. De que no puedas estar
conmigo, siempre”. Largos besos de tu Pablo.
Víctor
Hugo como buen poeta, le
escribió a su esposa Juliette Drouet, en
marzo de 1833: “Te amo, mi pobre
angelito, bien lo sabes, y sin embargo quieres que te lo escriba. Tienes razón.
Hay que amarse y luego hay que decírselo, y luego hay que escribírselo, y luego
hay que besarse en los labios, en los ojos, en todas partes. Tú eres mi adorada
Juliette. Cuando estoy triste pienso en
ti, como en invierno se piensa en el sol, y cuando estoy alegre pienso en ti,
como a pleno sol se piensa en la sombra. Bien puedes ver, Juliette, que te quiero con
toda mi alma. Tenéis el aire juvenil de
un niño, y el aire sabio de una madre, y así yo os envuelvo con todos estos
amores a un tiempo. Besadme bella Juju!
Yoko
Ono a John Lennon (27 años después de su muerte):
“Te extraño John. 27
años han pasado, y todavía deseo poder regresar el tiempo hasta aquel verano de
1980. Recuerdo todo -compartiendo nuestro café matutino, caminando juntos en el
parque en un hermoso día, y ver tu mano tomando la mía- que me aseguraba que no
debía preocuparme de nada porque nuestra vida era buena. No tenía idea de que
la vida estaba a punto de enseñarme la lección más dura de todas. Aprendí el
intenso dolor de perder un ser amado de repente, sin previo aviso, y sin tener
el tiempo para un último abrazo y la oportunidad de decir "Te Amo"
por última vez. El dolor y la conmoción de perderte tan de repente está conmigo
cada momento de cada día. Cuando toqué el lado de John en nuestra cama la noche
del 8 de diciembre de 1980, me di cuentaque seguía tibio. Ese momento ha quedado conmigo en
los últimos 27 años y seguirá conmigo por siempre”.
Hoy, vivimos envueltos en el mundo de las
comunicaciones rápidas, nos sentimos más cercanos al ser amado, no importa la
distancia, pero, con mensajes de textos y frases cortas, que si bien pueden
llegar a nuestros sentimientos, se ha perdido esa magia del romanticismo. Esperar una carta, la expectativa de cuándo se va a recibir la
ansiada noticia, acariciar un pedazo de papel escrito y colocarlo debajo de la
almohada, sonreír o llorar mientras se lee y se relee, sacar la carta del sobre
cien veces, suspirar y volver a
ensobrarla es una sensación que jamás nos dará una pantalla.
Para escribir un mensaje de amor, solo hay que sentirlo,
no tenemos que ser poetas, oradores o detenernos a pensar si redactamos
correctamente o no, lo importante es sentir la motivación, y… ¿qué mejor
motivación que el amor? ¿o el mismo desamor?
Solo tengamos en cuenta que: “Lo escrito, escrito
queda…”.
L. CEDEÑO S.